Hay un resto ancestral en mis manos que incendia el delicado mecanismo de los siglos, y las hace circundar inspeccionando la cocina, en busca de las costras que secuestran la limpieza. Sordas buscan una fibra y enjabonadas lijan la interminable mugre que se vuelve la comida.
Desnutro los otros hijos que alberga mi casa, y todo se lo doy a la basura. Líquidos y maravillas derramo que desnuda los heridos quemadores de la estufa. A veces tras los huecos de azulejo quedan migas y gruesas gotas de grasa que no puedo terminar, van poseyendo poco a poco las junturas y fosilizan espíritus de ácaros y microbios.
No es de admirarse que si mi cocina no está limpia no puedo continuar el día, y así sea imprescindible que me marche, una fuerza mítica en las muñecas flexiona mi voluntad y hace de mis manos zopilotes arrebatando desperdicio a las hormigas.
En ocasiones deseo romper el rito donde mis manos se vuelven mandato de antaño y continúan el trayecto que siguió mi madre, mi abuela y todas las mujeres tras de ellas, a la vida absurda de comenzar un extremo y unirlo al mismo punto, para