lunes, 5 de enero de 2009

Desvelo

Nadie tuvo la culpa. Se veía venir.
Se consuelan los hermanos mientras toman café amargo en la orilla de la funeraria.
. A lo lejos responden las flores apelmazadas en coronas que inundan la modesta sala. Las mujeres han dejado de llorar, por el momento no tienen energía para continuar la competencia de berridos y mocos que mantienen desde hace horas. Sólo reina el murmuro de rezos en bocas de niños.
¡Déjenlo salir, déjenlo salir! La flaca pega al ataúd encolerizada.
¡Cabrones, hijos de la chingada! Sus hermanos la detienen en vilo y la sacan a rastras del lugar. Las mujeres comienzan a llorar de nuevo, y van subiendo el ruido mientras la flaca patea y se quiebra en sus rodillas.
Ya flaca, tranquila mija.
! Ya qué cabrón, dime, con una chingada, qué ¡
Ya deja de llorarle a ese miserable. Nada se merece.
La flaca siente el espinazo atravesado en el estómago. Agua tras agua, le inunda los velos del vestido. Rasca como perra las piedras de la banqueta. La observan entre la neblina de la madrugada.
Poco a poco el frío serena el ardor del corazón de la flaca. Se recoge del suelo y a tientas busca una orilla que la detenga. Las mujeres descansan otra vez de la competencia fúnebre. A tientas se acerca al ataúd, imaginando que atraviesa capa a capa el artefacto, hasta sentir la mano en hielo de su padre. Sus hermanos continúan en la esquina, haciéndose los dolidos mientras beben café con aguardiente.
Las lágrimas le buscan el hueco en el pecho, y se pierden al no encontrarle fondo. Se entrega al remolino del pasado; recuerda haberles dicho que lo tenía arreglado y terminado. Ellos, los justicieros de su vida y muerte, no se apiadaron de sus suplicas, de su perdón. Ahora todos los miran con sospecha, y aquel que la miraba tierno, que la adoraba tanto, ahora ese mirará gusanos que comerán a sus hijos por el resto de sus días. La flaca aprieta lo ojos y el vientre sacando gota a gota al asesino.